lunes, 12 de abril de 2010

HENRY LO HIZO

Henry llevaba años casado con Ann. Muchos. Casi una vida.
Trabajaba en unos grandes almacenes, los más grandes de toda la ciudad y se dedicaba a reponer todos los productos que faltaban en las estanterías, en la sección de bebidas.
Cuando hacia las nueve de la noche llegaba a casa, Ann ya tenía preparada la cena.
Ann hacía tiempo que no trabajaba. Era cleptómana y había perdido numerosos trabajos por su, como ella decía, “pequeño problema”.
Casi siempre había trabajado como dependienta en sitios que se dedicaban a la venta de objetos religiosos y, según ella, nunca había podido evitar robarlos: le atraían irremediablemente. Siempre llegaba a casa con alguna estatuilla de alguna virgen o con alguna que otra vela. Se había construido un pequeño altar en el lavabo y cada vez que se ponía a cagar, lo reverenciaba y hablaba con sus santos. Siempre andaba inventándose cosas sobre ellos y Henry simplemente hacía que la escuchaba. Tiempo atrás Henry se había reído mucho con ella, pero después de veinte años, la cosa se había enfriado.
Ese día, cuando Henry llegó a casa, Ann ya tenía preparada la cena, pero la casa estaba patas arriba. A Henry ya no le molestaba, llevaba mucho tiempo viviendo entre mierda y Ann parecía no darse cuenta.
-Bueno - dijo Henry - ¿qué tal tu día?
-Bien. Fui a mirar aquellos pendientes tan bonitos que me prometiste. ¿Te acuerdas? Todavía siguen allí. Le dije al chico de la tienda que no los vendiera, que tenían que ser para mí. Pero creo que no se fiaba mucho porque los guardó enseguida.
A Henry eso no le extrañaba en absoluto, pues la gente consideraba a Ann como una chiflada.
-No te preocupes – contestó Henry – para ti serán.
Ann hizo una mueca a modo de sonrisa y siguió jugueteando con la comida de su plato.
Cuando terminaron de cenar, Ann encendió un cigarrillo y se dirigió al sofá sin mover si quiera un plato de la mesa. Se espatarró y allí se quedó viendo un ridículo programa de televisión. Ann se reía como una loca y Henry no le encontraba la gracia.
-Me voy a la cama – dijo Henry -. Acuérdate de apagar el cigarrillo.
-No te preocupes cariño.
Henry se lo decía porque una noche cuando los dos estaban en la cama después de haber pegado uno de los buenos (hacía mucho que ya no pegaban ninguno), Ann se quedó dormida mientras fumaba un cigarrillo y la cama empezó a arder. Eso pasó hacía mucho tiempo, pero Henry se lo seguía recordando, sobre todo porque no quería volver a quemarse el culo.
Henry se tumbó en la cama y cerró los ojos. Empezó a pensar en lo absurdo de su relación con Ann. Toda la pasión se había esfumado. La monotonía se había apoderado de ellos, y ellos seguían empeñados en continuar con aquella especie de mala representación. Ya ni siquiera discutían, pero Ann... Ann no parecía notar nada. O puede que simplemente fingiera que era feliz. No tenía otra opción. ¿Adónde iba a ir? Ya no era precisamente una jovencita a la que silbar cuando paseaba por la calle. Le colgaban las carnes y sus pechos cada vez estaban más caídos. ¿Quién iba a querer estar con algo así?
Lo cierto es que Henry ya se había acomodado, pero no sentía nada por ella...
Finalmente Henry se durmió.
Al día siguiente Henry se levantó a las 5:30 de la mañana. Cagó (mirando los santos) y después puso a cocer un par de huevos. Mientras desayunaba observó a Ann que se había quedado dormida en el sofá. Aparte de la mierda que había a su alrededor parecía todo en orden. Ese día no tendría que llamar a los bomberos.
Henry salió de casa a las 6:30 y llamó al ascensor. Bajó y se dirigió a los grandes almacenes en su viejo coche. Buscó un sitio para aparcar y entonces la vio allí... junto a la parada del autobús: una pelirroja alta, pelo rizado y largo, de unos veinticinco años. Henry no podía dejar de mirarla. Ni a ella ni a su culo. Se fue directo hacia a ella.
-Te invito a una copa – dijo Henry.
-Vete a la mierda, son las siete de la mañana, todavía estoy soñando.
-Pues te invito a una cama.
-No. Si quieres puedes invitarme a un café.
-Está bien.
Henry decidió que no iría a trabajar. Necesitaba unas vacaciones, se lo merecía después de veinte años dedicados a su asqueroso trabajo. Por supuesto, sabía que le despedirían si no avisaba, pero no le importaba en absoluto.
-¿Cómo te llamas? – preguntó la pelirroja.
-Henry.
-Yo soy Verónica.
-I love you, Verónica.
Ella se rió.
-Conozco un sitio estupendo- dijo -. Hacen un café buenísimo.
-Lo que sea por estar a tu lado.
-¿Tienes coche?
-Sí. Está ahí mismo.
Subieron al coche y se dirigieron a un café tres calles más abajo. El sitio era horrible. Olía a rancio y estaba viejo y sucio. A parte del camarero, sólo había una mujer más, que parecía que llevara en la barra toda su vida.
El camarero les sirvió el café. Verónica tenía razón: era de primera.
Se bebieron tres tazas cada uno y ella le explicó que acababa de terminar con su novio, fue por algo referente a una apuesta, aunque Henry no prestó demasiada atención a los detalles. Verónica le contó que no sabía a dónde ir, por eso estaba en la parada del autobús, esperando el primero que llegase.
-Pero llegué yo – dijo Henry -.
-Y me hiciste reír. Lo necesitaba. Gracias.
-No hay de qué.
Salieron del café y fueron a un Motel. Estuvieron charlando un rato y luego empezaron el asunto. Cuando acabaron, Verónica se echó a llorar. Henry no sabía qué hacer, así que no hizo nada. Luego ella se calmó y se quedó dormida. Al cabo de una hora Henry se marchó. Ni siquiera se despidió. No la volvió a ver nunca más.
Henry se sentía mal y sabía por qué. Estuvo todo el día paseando por las calles y pensando en Ann y en él. Tenía que hablar con ella y contarle lo que sentía.
Cuando llegó a casa ya era de noche. Ann había preparado la cena, pero no había probado bocado. Estaba llorando, tumbada boca abajo en el sofá. Henry no dijo nada.
-Han llamado de Serry’s (era el nombre de los grandes almacenes). Dicen que no has ido en todo el día. ¿Es cierto?
-Lo es.
-¿Dónde has estado?
-Por ahí. Dando una vuelta.
-Has estado con una mujer. ¿Tengo razón?
-Sí.
Ann lloró con más fuerza.
-¿Por qué? ¿Es que he hecho algo mal? ¡¡Todo iba bien!!
-Nada iba, ni va bien, por eso. Todo esto es una auténtica porquería. No tienes más que mirar a tu alrededor. Todo lleno de santos, estatuas, velas… ¡ahora incluso te ha dado por traer maniquís con los miembros amputados y toda clase de porquerías que te encuentras en los contenedores! –Henry señaló hacia un rincón de la habitación donde tenía varios maniquís amontonados.
-Sí, pero ya sabes que me gusta decorar la casa cariño-contestó ella.
-Ann… a ESO no se le llama DECORACIÓN, ¡¡se le llama síndrome de DIÓGENES !!
-Pero... me ibas a arreglar esos pendientes... y...
Ann no pudo terminar la frase y hundió la cabeza en un roído cojín.
-Todavía te los puedo regalar si con eso vas a ser un poco más feliz.
-Pero yo TE QUIERO A TI !!! ¿No lo entiendes? Oh! Todo iba TAN bien !!!
-Nada iba bien ! Ya te lo he dicho !
Hubo un poco de silencio. Ann seguía llorando.
-Bueno... - dijo Henry – será mejor que me vaya.
-¿Adónde? ¿Te largas con esa zorra?
-¿Con quién? – Henry se había olvidado ya de Verónica.
-No, no me voy con ella. Si te sirve de consuelo ni siquiera me ha gustado.
Ann se le quedó mirando fijamente. Le parecía increíble. ¿Quién era aquella persona que tenía allí delante? Realmente no le reconocía. No entendía que el hombre con el que había compartido toda su vida le hablara ahora con aquella frialdad. Le parecía muy cruel.
-Es una broma.. – dijo Ann.
-No es nada de eso. Hace tiempo que dejé de quererte, ya ni siquiera soporto tu risa !! Tengo que irme, sólo recogeré unas cosas.
-Así... ¿sin más? ¿Me sueltas todo eso y te vas? ¡Tú, el que tanto me quería! ¿Me has estado engañando todo este tiempo? ¡¡Te doy asco!!! Y yo creyendo que me querías...
-Lo siento.
Henry entró en la habitación y al cabo de unos minutos salió con una pequeña maleta.
Se quedó parado un momento mirando a Ann. Ella seguía tumbada en el sofá boca abajo. Se la oía sollozar.
-Pobre cosa- pensó Henry – pobre patética cosa.
Ann no se dio la vuelta cuando oyó cerrarse la puerta. Henry se había marchado.
Y ella se quedó allí... sola. Sollozando boca abajo.

3 comentarios:

  1. Pobre Ann, ella solo quería ser feliz. Claro que... Henry no quería estar por estar, por simple comodidad. Fue valiente al dejarla.

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  2. Jelen, me gusta cómo escribes con ese toque Bukowskiano. Tus relatos son ciertamente magníficos. Leerte es saludable ;).

    Gracias por hacerte fan del club.

    Un cordial saludo.

    Te leo y te sigo.

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  3. Muchas gracias! es importante para mí tu comentario. Yo también visité tu blog. Un saludo!

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